Todos tenemos uno. O varios. No hace falta ser un personaje público, ni ser muy conocido. Basta con expresar una opinión o defender una postura sobre casi cualquier tema para que aparezcan los “odiadores profesionales”, cuyas voces se multiplican y reproducen hasta el infinito en internet.
Actúan desde el anonimato y no aportan nada. Son cobardes, ya que casi siempre escriben sin poner su nombre. Medran de lo que dicen los demás, ya que son inútiles para tejer cualquier forma de pensamiento propio. Su papel es destruir, insultar, llenar de odio las redes sociales.

Por sus venas corre el veneno de la envidia (esa suprema forma de admiración), lo que hace que dediquen buena parte de su tiempo y de su energía a denostar a los demás. También hay algunos que no lo hacen para desahogar sus miserias personales, sino para obtener una buena remuneración: son sicarios digitales que cobran por “acribillar” a quien su jefe les diga en las redes sociales.
Antes las voces del odio se veían menguadas por el difícil acceso a los micrófonos y las páginas editoriales. De manera presencial, ciertos individuos se cuidaban de dar su punto de vista repleto de insultos, por el rechazo que de inmediato hubieran generado.
Ahora tienen a su disposición ese gran foro universal que es internet. Cualquiera puede abrir una cuenta en una red social, bajo el nombre que quiera y sin aportar más datos. Esa es una de las grandes fortalezas de las redes, pero también es la oportunidad que durante tanto tiempo estuvieron soñando los mediocres, los medrosos, los odiadores.
Personajes que en otros países estarían considerados entre lo más granado de la intelectualidad o servidores públicos honestos (que los hay en México y de hecho son la enorme mayoría), reciben en Twitter centenares de insultos, casi siempre enderezados por sujetos cuyo equipamiento neuronal los hace manifiestamente incapaces de entender los libros que han escrito aquellos o las tareas que realizan éstos, pero que se sienten capaces (envalentonados por el ruido general que sacude las redes sociales durante las 24 horas del día) de llenar de calificativos a quienes tienen por costumbre ejercitar la inteligencia y aportar argumentos, razones y lucidez al debate público mexicano.
Los odiadores profesionales no aportan nada. Del teclado de sus computadoras no salen teorías, explicaciones o pensamientos. Su tarea es más primitiva y animalesca: avanzan con el mazo y el cincel, arrojando improperios a todo el que se les cruce. Lo mismo se meten a discutir temas políticos que reprenden a ciudadanos anónimos por expresar su apoyo a determinada causa.
No han leído ningún expediente judicial, pero se sienten portadores de verdades esenciales y definitivas que les permiten saber –según ellos- qué persona es culpable y qué persona es inocente de haber cometido un delito. Ponen etiquetas ideológicas a mansalva, sin el menor rubor por contradecirse cada cinco minutos.
Su empeño no es por hacer más fértil y riguroso el debate público, sino por volverlo completamente estéril: si de ellos dependiera, nadie escribiría nada. El reino con el que sueñan es el de más puro silencio, porque en ese terreno su falta de inteligencia no sería tan evidente.
Muchos llegan a cruzar la línea que separa la legalidad de la ilegalidad y contra ellos se deben presentar denuncias y alinear los instrumentos del Estado de derecho para que asuman las responsabilidades que correspondan. Lo que no se puede hacer en el mundo real, tampoco debe ser permitido con la excusa de que se lleva a cabo a través de una pantalla cibernética. Un delito es calificado como tal tanto si se realiza en la realidad física, como si se comete en la realidad virtual.
Nos guste o no, hay que aceptar la presencia de los odiadores profesionales cuando se participa en las redes sociales. Hay quienes no han soportado su acoso y han dado de baja sus cuentas, despidiéndose con un sonoro portazo. No parece la mejor opción, porque de esa manera ellos se sienten legitimados y se les va dejando terreno libre. La mejor venganza contra un troll es triunfar, leí alguna vez en Twitter y creo que quien lo escribió tiene toda la razón.

Frente al odio hay que aportar siempre más argumentos, frente a la mediocridad se responde con empeño y compromiso, frente a los insultos se contesta con la indiferencia. Bastaría con ver a la cara a muchos de los odiadores profesionales para quedar en ese mismo momento vengados y redimidos. Veríamos entonces sus rostros opacos, su lenguaje completamente plano, su escasez de recursos mentales.
La mejor respuesta al odio es simplemente seguir adelante. Y en algunos casos extremos, la aplicación de la ley. No merecen más, esos pequeños sujetos que intentan rodearnos y hacernos desistir. Lo bueno es que casi nunca logran su objetivo. Lo mejor de todo es que seguimos y seguiremos escribiendo, les guste o no. Y además lo hacemos con mucho gusto, asumiendo el papel creativo que por fortuna acompaña a la gran mayoría del género humano.
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Efectivamente, buen artículo
Muy cierto Dr. Pero no debemos caer en sus garras, debemos mantenernos ecuánimes sabiendo que contamos con la principal y mejor arma: La Razón. Nos obligan a desarrollar y evolucionar en el control emocional, esa inteligencia que parece ser que sí la tienen esas personas que saben cómo provocar sin inmutarse. También, hay que evitar que si nos llevan a sus terrenos, ser parte de su mismo nivel y pasar a su bando arrastrados por ese mismo odio que ya dispersan. Mantenernos Sobrios, fuertes, ecuánimes y seguir adelante, es nuestra mayor fortaleza.