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La historia de la humanidad ha sido una constante lucha por conquistar mayores espacios de libertad, es decir, por asegurar a las personas la posibilidad de actuar sin condicionantes de ningún tipo[1]. Ha sido una lucha con desiguales resultados, con avances y retrocesos, como es obvio.
No es verdad que en un idílico estado de naturaleza la libertad estuviera asegurada en los comienzos de la historia humana y que la aparición del Estado o del gobierno haya supuesto su negación más inmediata; la libertad se ha ido ganando a través de una serie de batallas en las que se han sacrificado generaciones enteras (y por las que se siguen sacrificando muchas personas en nuestros días). Como escribe Mauro Barberis,
“Las sucesivas vicisitudes de la libertad natural nos advierten acerca de la oportunidad de desafiar imparcialmente cualquier mito de origen, contra cualquier pretensión según la cual la historia de la libertad ya estaría escrita en los comienzos”[2].
Una visión “naturalista” de la libertad no tiene fundamento histórico alguno. Por el contrario, la libertad es un triunfo de los modernos, apoyado y propiciado por constituciones, leyes y tratados.
Tradicionalmente, los condicionantes de la libertad han sido de tres tipos[3]: un condicionante psicológico, que ha actuado sobre las ideas, los ideales y las concepciones del mundo; un condicionante generado por la posesión o no de la riqueza, es decir, la posibilidad de incidir sobre la conducta y sobre la voluntad de una persona en función de su riqueza o de su pobreza; y un condicionante generado por la coacción, es decir, la posibilidad de condicionar la conducta o la voluntad de una persona por medio del uso o de la amenaza de la fuerza.
Contra estas tres condicionantes se ha tenido que luchar durante siglos, sin que hasta la actualidad hayan sido derrotadas por completo. Contra la primera de ellas se ha luchado a través de la secularización del Estado, es decir, a través de la separación entre poder político y poder religioso[4]; contra la segunda a través de la promoción –por desgracia, solamente en algunos países- de mínimos vitales que aseguran a las personas un cierto bienestar económico para poder realizar sus planes de vida (se trata, para decirlo de forma simple, del conjunto de derechos sociales que se aseguran a todas las personas dentro de los modernos estados constitucionales); contra la tercera se ha luchado a través de la racionalización del poder y por medio del sometimiento a límites en su ejercicio, tanto si se trata del poder público como del poder privado.
Estamos aún muy lejos de poder sentirnos satisfechos con las libertades que hemos alcanzado. Su amenaza en el mundo contemporáneo se manifiesta de muchas maneras. La historia parece demostrar que las libertades no pueden considerarse ganadas para siempre y que, por tanto, habrá que luchar por ellas de forma permanente, distinguiendo en cada etapa histórica las distintas fuentes de poder que las amenazan. Esto se aplica tanto a las libertades que han ido surgiendo más recientemente en el tiempo (como las que tienen que ver con los avances tecnológicos), como a las más antiguas y tradicionales.

Por lamentable que parezca, hoy en día las clásicas libertades, las más básicas, siguen estando amenazadas; es el caso de la libertad de expresión, que hoy depende en buena medida, para ser efectiva, del acceso a los medios masivos de comunicación, sometidos en su mayor parte a los dictados de los intereses económicos de sus dueños; lo mismo sucede con la libertad religiosa, expuesta al riesgo permanente de los fanatismos y a la deriva totalitarista que han tomado algunas vertientes de las religiones tradicionales como el catolicismo o el islamismo.
De lo anterior se desprende, entre otras cosas, la necesidad de desenmascarar los usos retóricos o simplemente falsos que se hacen de la libertad, distinguiendo entre la verdadera libertad y la falsa libertad que consiste en que el más fuerte (política, económica, militar o físicamente) imponga su propia voluntad. Bobbio recuerda la cruel paradoja que significó la leyenda que estaba en la entrada de los campos de concentración y exterminio nazis:
“El trabajo nos hace libres”[5].
Muchos discursos políticos se adornan utilizando la palabra libertad, pero la niegan de inmediato, cuando los candidatos dan a conocer propuestas que van en dirección contraria a los más elementales postulados liberales.
Siendo realistas, podemos afirmar que las generaciones que habitan el siglo XXI tienen como nunca antes la posibilidad de ser libres y de ejercer esa libertad para darle sentido y rumbo a su existencia.

El desarrollo de la tecnología, la ampliación de la escolaridad y de las ofertas educativas, el avance de los medios de comunicación, el acceso a los accesorios que nos hacen más cómoda la cotidianeidad, la revolución terapéutica que ha extendido como nunca antes la esperanza de vida, son (entre otros muchos factores) que debemos aquilatar y ponderar en nuestro análisis sobre la libertad. Hay elementos para ser optimistas, dado que nunca como en nuestro tiempo habíamos podido ser realmente libres.
Pero para muchas personas en el planeta esa posibilidad de ser libres queda solamente en eso: en una mera posibilidad. Hay una infinidad de elementos que ponen en riesgo, que ensombrecen, que deterioran o disminuyen tal posibilidad hasta llegar a hacerla insignificante. Que muchas personas puedan ser libres y que un número considerable efectivamente lo sea no debe impulsarnos a bajar la guardia frente a los enormes peligros que hoy en día rodean a la libertad, que la hacen un bien precioso pero lejano o incluso desconocido para muchas personas.
Quizá incluso sea necesario volver a plantearnos el concepto mismo de la libertad, que podría parecer obvio para algunos, pero que sigue siendo del todo desconocido para muchos.
Definir el concepto de libertad es una de las tareas más complejas del conjunto de las ciencias sociales. Su estudio se puede hacer, con los distintos matices metodológicos, en cada una de ellas, ya que supone un presupuesto necesario para todas.

Tal como sucede con otros términos que son empleados en el lenguaje político, ha sido frecuente en la historia reciente que el concepto de libertad se haya utilizado para tratar de justificar un determinado régimen, aprovechando su carácter marcadamente emotivo. Así por ejemplo, regímenes dictatoriales se han presentado como “liberadores” de su pueblo. La anulación de las libertades en los regímenes comunistas era justificaba diciendo que en realidad eran los consumidores capitalistas los que no eran libres, ya que estaban sujetos a la dictadura del mercado.
Quizá previendo lo anterior, Montesquieu ya advertía en El Espíritu de las Leyes que
“No hay una palabra que haya recibido significaciones tan diferentes y que haya conmocionado los espíritus de tantas maneras como la palabra ‘libertad’”
;el propio Montesquieu señalaba también el muy distinto entendimiento que ya desde hace siglos se hace de la libertad:
Unos la consideran como la facultad de deponer a quien han dado un poder tiránico; otros como la facultad de elegir a quién deben obedecer; otros como el Derecho a ir armados y poder ejercer la violencia; otros como el privilegio de no ser gobernados sino por un hombre de su nación o por sus propias leyes. Hace tiempo cierto pueblo hizo consistir la libertad en el uso de llevar una larga barba. Unos han adjudicado ese nombre a una forma de gobierno y han excluido de él a las demás. Los que gustaban del gobierno republicano la han asociado con ese gobierno; los que disfrutaban del gobierno monárquico la han situado en la monarquía. En fin, cada cual ha llamado libertad al gobierno que se ajustaba a sus costumbres o a sus inclinaciones.
Intuitivamente la libertad se refiere a un estado personal contrario a la esclavitud; es decir, una persona es considerada libre siempre que no sea un esclavo. Esa diferencia nos dice mucho sobre la libertad, pero hace falta profundizar para comprender a cabalidad su concepto.
Para lograrlo, tiene un cierto sentido distinguir entre quienes son libres y quienes son ya no esclavos pero sí siervos. No es lo mismo la esclavitud que la servidumbre. La primera es una condicionante más intensa respecto a la falta de libertad. Michelangelo Bovero lo explica con los siguientes términos:
“…de acuerdo con un cierto uso, esclavo y siervo se distinguen entre sí por el hecho de que el esclavo está encadenado y el siervo no; en otras palabras, el esclavo es un siervo encadenado, el siervo es un esclavo sin cadenas… el esclavo es todavía menos libre que el siervo”[6].
Por otro lado, se puede decir que la libertad se puede oponer al concepto de poder[7]. De esta forma, será libre quien no esté sujeto a ningún poder, no solamente a ningún poder jurídico, sino a ninguna otra forma de poder, es decir, a cualquier tipo de influencia o determinación de su conducta[8]. Si alguien puede ejercer cualquier tipo de poder sobre nuestra persona, entonces podemos decir que no somos completamente libres.
Que seamos libres, en oposición a que seamos esclavos, significa muchas cosas. Por ejemplo, si una persona es libre para determinar su actuación, entonces podemos afirmar que es responsable de las consecuencias de sus actos. Philipe Pettit afirma:
“…un individuo es libre desde el momento en que, con razón, es considerado responsable de algo, según los criterios implícitos en la práctica. Uno es libre, en mi opinión, en la medida en que está capacitado para ser responsable”[9].
Si somos responsables de nuestros actos (al tener la libertad de realizarlos o de no realizarlos), entonces seremos objeto de la calificación moral de los mismos: se calificará la elección de actuar o de no hacerlo, así como la manera en que una eventual actuación tomó forma. Es de nuevo Pettit quien nos advierte que:
“La capacidad para ser considerado responsable de una cierta elección significa que cualquier cosa que haga el individuo recibirá la más completa censura, caso de que tal acción sea mala, o la más completa alabanza en caso contrario”[10].
A partir de lo que ya se ha dicho es posible extraer al menos cuatro consecuencias:
a) La esclavitud es un estado en el que la libertad no es posible; esclavitud y libertad son dos términos que se excluyen.
b) Por debajo de la esclavitud, sin que exista todavía libertad en sentido pleno, podemos ubicar a la servidumbre, como una forma atenuada de condicionamiento de la propia libertad por otra persona.
c) Si somos libres, entonces somos responsables de nuestros actos. La traducción jurídica y moral de lo que hacemos o dejamos de hacer servirá para que los demás califiquen nuestra conducta.
d) Solamente a partir de la libertad adquieren un significado moral nuestros actos.
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[1] Un repaso histórico sobre el concepto de libertad puede encontrarse en Barberis, Mauro, Libertad, Buenos Aires, Ediciones Nueva Visión, 2002.
[2] Libertad, cit., p. 20.
[3] Bobbio, Norberto, Igualdad y libertad, Barcelona, Paidós, 1993, p. 133.
[4] Una narración histórica sobre este tema puede verse en Burleigh, Michael, Poder terrenal. Religión y política en Europa. De la Revolución Francesa a la Primera Guerra Mundial, Madrid, Taurus, 2005, así como Burleigh, Michael, Causas sagradas. Religión y política en Europa. De la Primera Guerra Mundial al terrorismo islamista, Madrid, Taurus, 2006.
[5] Igualdad y libertad, cit., p. 154.
[6] Bovero, Michelangelo, Una gramática de la democracia. Contra el gobierno de los peores, traducción de Lorenzo Córdova Vianello, Madrid, Trotta, 2002, p. 74.
[7] Ferrajoli, Luigi, “Tre concetti di libertá”, Democrazia e diritto, Roma, número correspondiente al tercer y cuarto trimestre del 2000, pp. 169 y ss.
[8] Bovero, Una gramática…, cit., pp. 75 y ss.
[9] Pettit, Philipe, Una teoría de la libertad, Madrid, Losada, 2006, p. 35.
[10] Idem.
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