La militarización de la seguridad pública

El proceso penal acusatorio es un gran desafío para los abogados que recibieron una educación tradicional del Derecho, principalmente por la incorporación de una nueva metodología de trabajo que conlleva la creación de teorías del caso, normas internacionales de derechos humanos, valoración probatoria, y por supuesto, la oralidad en los interrogatorios y el juicio.

Miguel Carbonell / Director del Centro de Estudios Jurídicos Carbonell

En el Diario Oficial de la Federación del 11 de mayo de 2020 se publicó un “acuerdo” del Presidente de la República, refrendado por los titulares de la Secretaría de la Defensa Nacional, de la Secretaría de Marina y de la Secretaría de Seguridad y Protección Ciudadana, mediante el cual se ordena la participación de las fuerzas armadas en las tareas de seguridad pública hasta el mes de marzo del año 2024.

El acuerdo presidencial tiene su fundamento en el artículo quinto transitorio del decreto de reforma constitucional por medio del que se dota de un nuevo estatuto jurídico a la Guardia Nacional (institución que ya estaba prevista constitucionalmente desde el siglo XIX pero con otros fines e integración). El ahora tan famoso artículo transitorio quinto dice lo siguiente: “Durante los cinco años siguientes a la entrada en vigor del presente Decreto, en tanto la Guardia Nacional desarrolla su estructura, capacidades e implantación territorial, el Presidente de la República podrá disponer de la Fuerza Armada permanente en tareas de seguridad pública de manera extraordinaria, regulada, fiscalizada, subordinada y complementaria”[1].

Sobre esa base constitucional, el acuerdo del Presidente establece que la participación de las fuerzas armadas en tareas de seguridad pública se deberá llevar a cabo de manera extraordinaria, regulada, fiscalizada, subordinada y complementaria. Estos conceptos no se definen en el propio acuerdo, de modo que no podemos saber qué contenido específico les quiere dar el Presidente de la República.

Sin embargo, podemos tener una idea del alcance de esos términos si acudimos a la que probablemente haya sido la fuente de inspiración que sugirió su inclusión en el citado acuerdo presidencial. Me refiero a la sentencia Alvarado Espinoza y otros contra México, de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, del 28 de noviembre de 2018[2].

En esa sentencia la Corte Interamericana hace un análisis muy detallado de las condiciones que se deben satisfacer para que la participación de las fuerzas armadas en tareas de seguridad pública se considere compatible con el marco jurídico interamericano de protección de derechos humanos (el análisis al respecto puede verse en los párrafos 177 y siguientes de la sentencia). Concretamente en el párrafo 182 la Corte señala lo siguiente:

el mantenimiento del orden público interno y la seguridad ciudadana deben estar primariamente reservados a los cuerpos policiales civiles. No obstante, cuando excepcionalmente intervengan en tareas de seguridad, la participación de las fuerzas armadas debe ser:

a) Extraordinaria, de manera que toda intervención se encuentre justificada y resulte excepcional, temporal y restringida a lo estrictamente necesario en las circunstancias del caso;

b) Subordinada y complementaria, a las labores de las corporaciones civiles, sin que sus labores puedan extenderse a las facultades propias de las instituciones de procuración de justicia o policía judicial o ministerial;

c) Regulada, mediante mecanismos legales y protocolos sobre el uso de la fuerza, bajo los principios de excepcionalidad, proporcionalidad y absoluta necesidad y de acuerdo con la respectiva capacitación en la materia, y

d) Fiscalizada, por órganos civiles competentes, independientes y técnicamente capaces.

A partir de esa determinación, se pueden plantear algunas dudas sobre la convencionalidad del acuerdo presidencial. Por ejemplo, no existe en el acuerdo ningún elemento que pueda servir para saber si se está cumpliendo con el requisito de la “justificación” a la que se refiere el inciso A del párrafo transcrito. No hay dato alguno que pueda servir para dilucidar si estamos o no ante una situación muy delicada o si se ha producido algún suceso específico que haga indispensable la participación de la fuerza armada permanente en los servicios de protección ciudadana. Para contar con dicha justificación no basta con “intuiciones” generales sobre la inseguridad en el país, respecto a cuya gravedad todos podríamos tener una idea más o menos certera. Los actos administrativos requieren de una motivación específica y contenida en el propio documento para ser considerados válidos, tal como lo ha precisado la jurisprudencia del Poder Judicial de la Federación desde hace años[3]. Lo anterior se aplica no solamente a los actos administrativos que inciden en la conducta de los particulares, sino también a aquellos que se verifican en los ámbitos internos de los gobernantes, es decir, solamente entre autoridades[4].

Tampoco se hace referencia alguna a la restricción territorial de la medida, cuestión que sería razonable en un país tan grande como México en el cual existen índices de inseguridad extremadamente variables. Por ejemplo, durante el primer trimestre del 2020 la tasa de homicidio en Colima fue de 21 homicidios por cada 100 mil habitantes, mientras que en Yucatán fue de apenas 0.5 homicidios por cada 100 mil habitantes. En Chiapas la tasa general de incidencia delictiva es de 19,409 delitos por cada 100 mil habitantes, mientras que en la Ciudad de México es de 69,716 delitos por cada 100 mil habitantes según datos del INEGI[5]. ¿Esas diferencias regionales tan pronunciadas ameritan o no una respuesta acotada desde el punto de vista territorial en el tema que estamos analizando?

Igualmente, puede darse un contexto de inconvencionalidad del acuerdo presidencial respecto a la exigencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos en torno a la fiscalización de las actuaciones militares, la cual se debe llevar a cabo por órganos civiles competentes, independientes y técnicamente capaces. El acuerdo señala en su artículo 5 que “Las tareas que realice la Fuerza Armada permanente en cumplimiento del presente instrumento, estarán bajo la supervisión y control del órgano interno de control de la dependencia que corresponda”.

Parece haber en ese punto una clara incompatibilidad entre la exigencia de la Corte Interamericana y lo estipulado en el acuerdo presidencial. Muy diferente hubiera sido que en el propio acuerdo se hubiera previsto un mecanismo de supervisión, acompañamiento y seguimiento a cargo por ejemplo de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos; o que se hubiera señalado la obligación de las autoridades de presentar informes ante organismos internacionales de defensa y protección de los derechos humanos en el marco de la Organización de las Naciones Unidas o de la Organización de Estados Americanos a través de algún mecanismo de cooperación internacional. Que las fuerzas armadas se vayan a supervisar y controlar a sí mismas es una determinación que se sitúa fuera del marco fijado por la Corte Interamericana de Derechos Humanos en el inciso D del párrafo 182 de la sentencia Alvarado Espinoza.

Aparte de las cuestiones de validez convencional del acuerdo, también pueden plantearse dudas sobre su constitucionalidad. Por ejemplo respecto al tipo de documento normativo mediante el que se establece la participación de las fuerzas armadas en la seguridad pública: ¿no se requiere una ley aprobada por el Congreso de la Unión, en vez de un acuerdo presidencial para tal efecto?

Lo anterior viene al caso ya que el párrafo noveno del artículo 21 constitucional señala que la seguridad pública, como función del Estado a cargo de la Federación, las entidades federativas y los municipios, se debe desarrollar de acuerdo a lo que señalan la propia Constitución “y las leyes en la materia”. Además, en el artículo transitorio sexto del decreto de reforma constitucional en materia de guardia nacional, se establece que la participación de la Secretaría de la Defensa Nacional y de la Marina prevista por el artículo transitorio quinto del mismo decreto, se hará “conforme a la ley”.

Ambas disposiciones constitucionales (el artículo 21 párrafo noveno y el transitorio sexto del decreto de reforma constitucional del 26 de marzo de 2019) contienen lo que desde el punto de vista de la técnica jurídica se denomina una “reserva de ley”, que es una figura mediante la que se ordena que determinada materia se deba regular a través de una específica fuente del derecho y no por otra[6]. Es decir, en el caso que nos ocupa solamente el legislador tendría la competencia constitucional para emitir una orden general a través de la cual se ordene la militarización de la seguridad pública.

Una reserva de ley no solamente atribuye una competencia de creación normativa, sino que además excluye que otras fuentes del derecho puedan llevar a cabo esa regulación. En México las más conocidas reservas de ley son las que existen en materia penal para la definición de las conductas que son consideradas como delitos y las sanciones a las que se hacen acreedores quienes las realicen (artículo 14 párrafo tercero constitucional) y la prevista en materia fiscal para que solamente el legislador pueda establecer los elementos esenciales de los impuestos (artículo 31 fracción IV constitucional).

Lo que llevamos dicho tiene que ver con consideraciones estrictamente jurídicas respecto al decreto del 11 de mayo. A ellas podrían añadirse consideraciones de política pública que cobran relevancia en la medida en la que la decisión presidencial parece ser contraria a una tarea de construcción de instituciones civiles profesionales, bien capacitadas y equipadas, para proveer de seguridad a los habitantes del país.

En efecto, desde hace varios lustros se hicieron reformas constitucionales, legislativas, presupuestales y administrativas para ir profesionalizando a las corporaciones policiacas. Se incorporaron mecanismos como los controles de confianza, las certificaciones, los cursos para primeros respondientes, entre otras cuestiones que buscaban la construcción de una institucionalidad de carácter civil que fuera eficiente en la tarea de investigar y castigar la comisión de delitos.

Esa tarea fue un trabajo de administraciones encabezadas por diferentes partidos políticos, por lo que nadie podría decir que se trata de programas con un sesgo ideológico (lo cual además es evidente si consideramos que el tema del combate a la inseguridad aparece entre las preocupaciones permanentes de los mexicanos a lo largo de las últimas décadas). En la encuesta “Riesgos que importan” levantada por la OCDE, el 62% de los mexicanos mencionan la delincuencia o la violencia como una de las tres principales inquietudes a corto plazo (cifra mayor que las de los demás países de la OCDE encuestados)[7].

A la luz de lo anterior, parece que el acuerdo presidencial presenta algunas inconsistencias por lo que respecto a su convencionalidad, además de que no queda claro que el Presidente de la República tenga la competencia para regular la materia a la que se refiere y a eso se le suma que va en sentido contrario a una política pública del Estado mexicano que se había construido durante muchos años. Añadir a esas tres llamativas cuestiones que el contenido del acuerdo es además contrario a una promesa de campaña del entonces candidato y hoy Presidente López Obrador, quizá sea un exceso.



[1] La reforma constitucional en materia de guardia nacional fue publicada en el Diario Oficial de la Federación el 26 de marzo de 2019. Su entrada en vigor fue al día siguiente según el artículo transitorio primero del mismo decreto, fecha a partir de la cual comienzan a contarse los cinco años a los que se refiere el transitorio quinto.

[2] Otras referencias sobre los límites a la función militar en los ámbitos de la seguridad pública, la procuración y la impartición de justicia pueden verse en las sentencias “Rosendo Radilla Pacheco contra México” y “Cabrera y Montiel contra México”, de la propia Corte Interamericana de Derechos Humanos; así como la sentencia de la Suprema Corte de Justicia de la Nación mediante la que se resuelve el Expediente Varios 912/2010; así como las consideraciones del debate dentro de la Suprema Corte sobre las Acciones de Inconstitucionalidad 6/2018 y acumuladas (Ley de Seguridad Interior). Los principales documentos del caso Radilla Pacheco y de la discusión sobre el Expediente Varios 912/2019 pueden verse en Cossío, José Ramón y otros, El caso Radilla. Estudio y documentos, México, Porrúa, 2012.

[3] Época: Séptima Época

Registro: 394216

Instancia: Segunda Sala

Tipo de Tesis: Jurisprudencia

Fuente: Apéndice de 1995

Tomo VI, Parte SCJN

Materia(s): Común

Tesis: 260

Página: 175

FUNDAMENTACION Y MOTIVACION.

De acuerdo con el artículo 16 de la Constitución Federal todo acto de autoridad debe estar adecuada y suficientemente fundado y motivado, entendiéndose por lo primero que ha de expresarse con precisión el precepto legal aplicable al caso y, por lo segundo, que deben señalarse, con precisión, las circunstancias especiales, razones particulares o causas inmediatas que se hayan tenido en consideración para la emisión del acto; siendo necesario, además, que exista adecuación entre los motivos aducidos y las normas aplicables, es decir, que en el caso concreto se configuren las hipótesis normativas.

[4] Época: Novena Época

Registro: 192076

Instancia: Pleno

Tipo de Tesis: Jurisprudencia

Fuente: Semanario Judicial de la Federación y su Gaceta

Tomo XI, Abril de 2000

Materia(s): Constitucional

Tesis: P./J. 50/2000

Página: 813

FUNDAMENTACIÓN Y MOTIVACIÓN. SU CUMPLIMIENTO CUANDO SE TRATE DE ACTOS QUE NO TRASCIENDAN, DE MANERA INMEDIATA, LA ESFERA JURÍDICA DE LOS PARTICULARES.

Tratándose de actos que no trascienden de manera inmediata la esfera jurídica de los particulares, sino que se verifican sólo en los ámbitos internos del gobierno, es decir, entre autoridades, el cumplimiento de la garantía de legalidad tiene por objeto que se respete el orden jurídico y que no se afecte la esfera de competencia que corresponda a una autoridad, por parte de otra u otras. En este supuesto, la garantía de legalidad y, concretamente, la parte relativa a la debida fundamentación y motivación, se cumple: a) Con la existencia de una norma legal que atribuya a favor de la autoridad, de manera nítida, la facultad para actuar en determinado sentido y, asimismo, mediante el despliegue de la actuación de esa misma autoridad en la forma precisa y exacta en que lo disponga la ley, es decir, ajustándose escrupulosa y cuidadosamente a la norma legal en la cual encuentra su fundamento la conducta desarrollada; y b) Con la existencia constatada de los antecedentes fácticos o circunstancias de hecho que permitan colegir con claridad que sí procedía aplicar la norma correspondiente y, consecuentemente, que justifique con plenitud el que la autoridad haya actuado en determinado sentido y no en otro. A través de la primera premisa, se dará cumplimiento a la garantía de debida fundamentación y, mediante la observancia de la segunda, a la de debida motivación.

[5] Ver esos y otros datos sobre el tema en https://www.inegi.org.mx/temas/incidencia/

[6] Una exposición más amplia sobre el tema puede verse en Carbonell, Miguel, El debido proceso en México, México, Editorial Tirant, 2019, páginas 75 y siguientes.

[7] Ver los principales datos de la encuesta referidos a México aquí: https://www.oecd.org/centrodemexico/medios/NdP%20MEX%20RdM.pdf

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