Parafraseando a Eric Hobsbawm, podríamos decir que el siglo XX mexicano fue un siglo “corto”. Comenzó en realidad apenas en 1917, cuando da los primeros pasos un proceso de pacificación nacional, luego de la Revolución Mexicana que había segado miles de vidas desde 1910.
Pero la Revolución y su producto más acabado y conocido (que es el texto constitucional promulgado en la Ciudad de Querétaro el 5 de febrero de 1917[1]) no pueden entenderse sin mirar hacia el siglo XIX mexicano[2].
En buena medida, la Revolución Mexicana de 1910 se comienza a incubar durante el prolongado mandato presidencial de Porfirio Díaz, que si bien detonó el crecimiento económico y vino a poner fin a décadas de constantes revueltas y levantamientos, no supo encauzar al país hacia una senda de desarrollo democrático. Apenas unos meses antes de que estallara el conflicto revolucionario, Díaz afirmaba ante un periodista norteamericano que México no estaba preparado para la democracia. Poco tiempo después tuvo que partir hacia el exilio en Francia, donde muere el 2 de julio de 1915.
El levantamiento armado de 1910 tiene un origen ciertamente complejo, pero entre sus motivaciones principales se encuentra la lucha contra la injusticia que sufrían millones de mexicanos, condenados sobre todo en el ámbito rural a pasar hambre y ver burlados día tras día sus derechos más elementales. El tema de la propiedad de la tierra y la lucha contra los latifundios tuvo un papel destacado para los diversos grupos sociales que se aglutinaron en torno al movimiento revolucionario.

La Constitución que estaba en ese entonces vigente había sido expedida el 5 de febrero de 1857. Su aplicación práctica, sin embargo, fue en todo momento muy limitada. La dictadura de Porfirio Díaz, quien fue extendiendo su gobierno durante mucho más tiempo que el permitido por la Carta Constitucional significó, en la práctica, su condena de muerte. Díaz es electo Presidente por vez primera en 1884 y, de hecho, gobierna hasta 1910 (aunque entre 1888 y 1892 puso a uno de sus hombres de mayor confianza en la Presidencia, para intentar guardar las formas respecto a lo que ordenaba la Constitución vigente).
A inicios del siglo XX la realidad política y social de México caminaba bien lejos de los designios constitucionales. La dictadura no solamente había modificado por completo el funcionamiento de la división de poderes, sino que tampoco en materia de respeto a los derechos humanos había nada que celebrar.[3]
Es en ese contexto en el que da inicio el movimiento revolucionario, que a la postre culminaría con la expedición de la nueva Carta Magna de 1917 y con el surgimiento de una regulación de los derechos fundamentales que alumbraría un nuevo paradigma, o al menos una nueva forma de concebirlos.[4]
Lo curioso es que, una vez que hubo que decidir sobre la nueva forma de organización institucional para el México posrevolucionario, se optó por darle la razón a los críticos de la Constitución de 1857, que avalaban de hecho la dictadura de Díaz, y se creó un poder ejecutivo muy fuerte, diseñado en sus componentes esenciales desde el nuevo texto constitucional de 1917.
Más que un régimen presidencial, lo que se creó fue un régimen presidencialista con facultades impropias para el modelo del Estado constitucional (el cual requiere y supone de un cierto equilibrio de poderes y sobre todo de la existencia de mecanismos de control y de contrapesos institucionales).[5]
Algunos diputados que concurrieron al Congreso Constituyente de 1916-1917 se dieron cuenta del desbordado diseño que se estaba haciendo de las facultades del Poder Ejecutivo e intentaron protestar por semejante despropósito. Fue el caso del diputado Manjárrez, quien sostuvo lo siguiente:
“Estamos poniendo al Legislativo en condiciones de que no pueda ser ni con mucho un peligro; en cambio, el Ejecutivo tiene toda clase de facultades; tenemos esta Constitución llena de facultades para el Ejecutivo, y esto ¿qué quiere decir? Que vamos a hacer legalmente al Presidente de la República un dictador, y esto no debe ser”.
Por su parte, el diputado constituyente Pastrana Jaimes señalaba que “…en España, señores, a pesar de que hay un Rey, yo creo sinceramente que aquel Rey había de querer ser Presidente de la República Mexicana, porque aquí tiene más poder el Presidente que un Rey, que un emperador”.
[1] Para un análisis bastante completo de la Constitución mexicana, de entre lo mucho que se ha escrito, recomiendo la obra de Jorge Carpizo, La Constitución mexicana de 1917, 15ª edición, México, Porrúa, UNAM, 2009, así como la obra colectiva Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos comentada y concordada, 20ª edición, México, UNAM, Porrúa, 2009, 5 tomos. Un visión esquemática del constitucionalismo mexicano puede verse en Carpizo, Jorge y Miguel Carbonell, Derecho constitucional, 7ª edición, México, UNAM, Porrúa, 2010.
[2] Para la comprensión del constitucionalismo histórico de México es indispensable la obra de Galeana, Patricia (compiladora), México y sus Constituciones, 2ª edición corregida y aumentada, México, FCE, 2003. Los textos constitucionales que han regido en México a lo largo de su historia pueden consultarse en Carbonell, Miguel, Cruz Barney, Óscar y Pérez Portilla, Karla, Constituciones históricas de México, 3ª edición, México, Porrúa, UNAM, 2014.
[3] Hay que apuntar, pese a todo, que hubo importantes teóricos que durante esos años justificaron la dictadura, diciendo que era la única solución posible frente a las muchas limitaciones que la Constitución de 1857 le ponía al Poder Ejecutivo. Es el caso de Emilio Rabasa, uno de los intelectuales de mayor peso en México a inicios del siglo XX, quien sostuvo desde 1912 que la dictadura de Díaz era la respuesta natural frente a la tendencia “agresiva e invasora” del poder legislativo, permitida por la Constitución de 1857. Para Rabasa, “las deficiencias de la Constitución (de 1857) colocan, pues, al país entre la dictadura presidencial y el despotismo anárquico del Congreso…”. Ver su libro La Constitución y la dictadura. La organización política de México, México, Porrúa, 1990 (reimpresión). Hay una edición española, sin fecha, pero cuyo prólogo (que estuvo a cargo de Rodolfo Reyes) tiene fecha de 1917. En sentido parecido al de Rabasa, otro gran intelectual de esos tiempos, Andrés Molina Enríquez, no solamente defendía la existencia de la dictadura, sino que decía que esa debía ser la forma de gobierno de México durante muchos años; vid. Andrés Molina Enríquez, Los grandes problemas nacionales (1909), México, Editorial Era, 1983.
[4] Una visión general tanto del siglo XIX como del siglo XX mexicanos en materia de derechos fundamentales puede verse en Fix Zamudio, Héctor, “200 años de evolución constitucional de los derechos humanos en el derecho mexicano” en la obra colectiva 200 años de derechos humanos en México, México, CNDH, Archivo General de la Nación, 2010, páginas 11-35.
[5] El presidencialismo mexicano ha sido objeto de innumerables análisis académicos y periodísticos. El texto clásico sigue siendo el del destacado constitucionalista Jorge Carpizo, El presidencialismo mexicano, publicado originalmente en 1978, con múltiples reediciones posteriores (aparece bajo el sello de la editorial Siglo XXI). Ver también el completo ensayo de Orozco Henríquez, José de Jesús, “El sistema presidencial en el Constituyente de Querétaro y su evolución posterior” en la obra colectiva, El sistema presidencial mexicano (Algunas reflexiones), México, UNAM, 1988, pp. 1-148.
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