La cuestión de la felicidad en el ejercicio de la abogacía no es para nada retórica, si consideramos que es una profesión con altísimos niveles de estrés, frecuentes episodios de frustración, ansiedad, alteraciones del sueño y en la que además suele existir un elemento de confrontación que desgasta a muchas personas en sus relaciones sociales. Los profesionales del derecho presentan más altas tasas de depresión, abuso de sustancias (alcohol y otras sustancias psicotrópicas) y suicidio que el resto de la población[1].
Existen algunos estudios sobre el grado de bienestar personal y profesional de los abogados que nos ofrecen una imagen interesante pero a la vez preocupante. Si bien es cierto que el nivel global de satisfacción con la vida de los profesionales del derecho suele ser parecido al promedio del resto de personas, baja cuando se le compara con quienes se dedican a otros ámbitos profesionales. Según esas mediciones, los abogados somos menos felices que los arquitectos, los ingenieros, el personal médico, los pilotos aviadores, los asesores financieros y los científicos[2].
Ahora bien, lo cierto es que los estudios disponibles a los que acabamos de referirnos también ponen de relieve que el grado de satisfacción en el ejercicio profesional de la abogacía es muy variable de acuerdo a factores como la edad, el género, la materia en la que trabajemos o el tipo de práctica profesional que desarrollemos[3].
Por ejemplo, se observan mayores niveles de felicidad entre los abogados de más de 50 años de edad, que entre los más jóvenes[4]. Conforme se avanza en la profesión, disminuyen las presiones a las que se suele tener que hacer frente al inicio, incluyendo desde luego el tema de los ingresos financieros, que como es obvio son mucho más precarios en nuestra juventud y más desahogados a partir de ciertas edades.
Las mujeres suelen presentar menor grado de satisfacción al ejercer el derecho, seguramente como consecuencia de la enorme presión que sufren para hacer frente a sus responsabilidades profesionales y parentales, así como a la falta de oportunidades que siguen padeciendo por el omnipresente machismo que existe todavía en nuestro campo profesional[5]. La presión es especialmente fuerte para las mujeres con hijos, al grado que es en ese grupo social en el que se presentan las tasas más altas de renuncias al ejercicio profesional.
La pertenencia al género femenino limita las posibilidades de hacer networking, no facilita el contacto con mentores para guiar la carrera de las abogadas, a veces reciben los encargos profesionales que nadie quiere en el despacho o incluso sufren de sesgos machistas por parte de servidores públicos en las instancias de procuración y administración de justicia.
Además, en el ejercicio de la práctica jurídica suelen existir ambientes profesionales muy pesados, que afectan especialmente a las mujeres; me refiero a la enorme magnitud de la discriminación por razones de género, pero también a las inaceptables cifras de acoso sexual en la fuente de trabajo y de acoso laboral.
Quienes trabajan en los grandes despachos de abogados (de más de 75 integrantes) se sienten menos satisfechos con sus labores profesionales que quienes lo hacen en firmas más pequeñas. La falta de autonomía para decidir qué asuntos atender, las largas horas trabajadas, la escasa creatividad requerida o el trabajo extremadamente repetitivo son factores que disminuyen la felicidad en el trabajo de muchos abogados[6].
Lo anterior es muy relevante en la medida en que debemos repetir cuantas veces haga falta que el ejercicio profesional del derecho no debe encasillarse en el modelo “televisivo” o cinematográfico del abogado postulante, sino que se puede desplegar a través de una diversidad enorme de opciones, dentro de las cuales cada persona debe determinar si se siente cómoda y puede alcanzar un grado razonable de felicidad o no. Elegir la modalidad de dedicación a los temas jurídicos tiene una enorme influencia para determinar el nivel de satisfacción con la vida que podremos alcanzar.
Hay personas que, cuando terminan sus estudios de derecho y se ponen a trabajar, se dan cuenta que no era la carrera que podría satisfacer sus sueños y aspiraciones. Otros habían imaginado un tipo distinto de trabajo o una realidad menos dura. Quizá tenían expectativas desmesuradas[7], como resultado de lo que ya dijimos sobre la falsa imagen que en torno a la abogacía suele transmitirse en películas o series, en las cuales la justicia siempre triunfa y además el caso queda resuelto con una celeridad increíble. Es obvio que esas personas no serán en el campo jurídico todo lo felices que serían si se enfocaran a otras profesiones. Hay que saber reconocerlo y estar listos para hacer los ajustes que se requieran a tiempo.
Pese a que la felicidad es una experiencia eminentemente subjetiva y por eso es que nadie tiene la fórmula universal que pueda hacer que una persona sea completamente feliz, quienes se han dedicado a estudiar el tema nos advierten que la posibilidad de alcanzar un alto grado de felicidad no depende por entero de cada ser humano, sino que en esa búsqueda en la que inciden un conjunto de factores, algunos de los cuales están más allá de nuestro ámbito de decisión[8].
Por ejemplo, se estima que un 50% de nuestra felicidad está condicionada por nuestro patrimonio genético[9]; es decir, se trata de un elemento con el que estamos o no estamos equipados desde el momento en el que nacemos, sin que tenga incidencia en ello nuestra voluntad o el esfuerzo que hagamos por alcanzar la felicidad. Las personas que son por naturaleza extrovertidas, optimistas, que tienen facilidad para relacionarse con los demás y que saben tomar riesgos razonables, tienden a experimentar mayores grados de felicidad. Por el contrario, las personas introvertidas, pesimistas, que no toman ningún tipo de riesgo o que no saben cómo establecer vínculos sociales, suelen ser más infelices[10]. Esas formas de ser suelen explicarse a partir de conformaciones químicas (hormonales incluso) que existen en nuestro cerebro.
Pero la genética no lo es todo. Para ser felices cuenta mucho lo que hagamos con el otro 50%, el cual se integra por la circunstancias de vida que nos tocaron a cada uno de nosotros (el país en el que nacimos, la escuela en la que fuimos educados, el círculo social en el que nos formamos, el acceso o la falta de acceso a ciertos satisfactores básicos, la posibilidad de haber tenido buenos mentores o maestros, el contacto con determinadas expresiones culturales, etcétera) y por las decisiones y acciones que llevemos a cabo.
Cuando hablamos de felicidad, es importante distinguir entre lo que nos hace felices en el corto plazo y de manera inmediata (probar nuestra comida favorita, abrazar a un ser querido, pasar una tarde disfrutando de un buen libro, dar un paseo por una ciudad que nos gusta, escuchar nuestra música preferida, etcétera) y la felicidad de largo plazo, que es la que se obtiene a partir de experiencias más extendidas en el tiempo; este segundo tipo de satisfacción personal se obtiene cuando uno se da cuenta de que logró terminar una carrera universitaria, cuando se valora el haber alcanzado una meta en la que pensamos durante años, cuando se agradece el haber visto crecer a nuestros hijos o cuando se mira atrás en nuestro desempeño profesional y se observan más triunfos que derrotas.
Hay que tener en cuenta esa doble perspectiva de la felicidad, porque a veces el querer obtenerla de inmediato nos puede orientar hacia el sacrificio de metas de más largo aliento, que también nos pueden resultar satisfactorias y que es importante ir construyendo poco a poco. No debemos perdernos en el ahora, pero tampoco podemos descuidarlo. Debemos aprender a lograr un balance entre las satisfacciones de corto plazo y las que se extienden a etapas más prolongadas de nuestra vida.
En todo caso, lo cierto es que el haber estudiado derecho nos permite tener simplemente la “posibilidad” (que no la certeza) de ser felices y ver realizados nuestros sueños, pero sin que dicha posibilidad permita cerrar los ojos antes las dificultades que objetivamente se enfrenta cualquiera que se vincule con temas jurídicos en nuestros países de América Latina, en los cuales hay reconocidos fenómenos de corrupción y en los que las autoridades no siempre están a la altura de las exigencias de los usuarios del sistema de justicia. De modo tal que podemos afirmar que la profesión jurídica permite enormes realizaciones profesionales y personales (y en esa medida nos acerca a la posibilidad de ser felices), pero se tienen que asumir ciertos costos no menores. El resto ya depende del componente individual que pueda aportar cada ser humano, a partir de sus propias expectactivas, de sus aspiraciones y de la dirección que imprima a su carrera profesional.
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[1]Levit, Nancy y Linder, Douglas O., The happy lawyer. Making a good life in the law, Oxford, Oxford University Press, 2010, p. 6; Robbennolt, Jennifer K. y Sternlight, Jean R., Psychology for lawyers, Chicago, American Bar Association, 2012, pp. 445-446.
[2] Levit, Nancy y Linder, Douglas O., The happy lawyer. Making a good life in the law, cit., p. 2.
[3] Levit, Nancy y Linder, Douglas O., The happy lawyer. Making a good life in the law, cit., p. 8.
[4] Levit, Nancy y Linder, Douglas O., The happy lawyer. Making a good life in the law, cit., pp. 9-10.
[5] Levit, Nancy y Linder, Douglas O., The happy lawyer. Making a good life in the law, cit., pp. 11-13.
[6] Levit, Nancy y Linder, Douglas O., The happy lawyer. Making a good life in the law, cit., p. 9.
[7]Levit, Nancy y Linder, Douglas O., The happy lawyer. Making a good life in the law, cit., p. 16.
[8]Robbennolt, Jennifer K. y Sternlight, Jean R., Psychology for lawyers, cit., p. 448.
[9] Levit, Nancy y Linder, Douglas O., The happy lawyer. Making a good life in the law, cit., p. 34.
[10] Idem.
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