Gustavo Larios Velasco
El reconocimiento de derechos, personalidad y calidad de víctimas ha sido, para los animales no humanos, de una lentitud inconcebible… acorde a la histórica intolerancia de nuestra especie.
El ego humano, que suele estar acompañado de una profunda ignorancia sobre la biología, emociones, sensibilidad e inteligencia de las demás especies animales, así como de una muy común carencia de empatía, ha sido factor determinante en el especismo de juristas y legisladores en diversos tiempos y latitudes. La discriminación por especie ha nublado la vista de los actores del mundo jurídico, impidiéndoles percatarse de que muchas otras especies también poseen cerebro, ojos, piel… y que realizan funciones idénticas a las nuestras.

Tal ceguera ha sostenido por milenios, tanto en doctrina como en legislación, que un perro, un caballo o un gorila son más parecidos a una piedra que a un humano, y de esa forma se ha otorgado personalidad jurídica a empresas u organizaciones civiles – que pueden poseer derechos y obligaciones mediante un representante legal -, pero no a seres sintientes, conscientes e inteligentes, que por no pertenecer a nuestra especie, han sido considerados objetos en la legislación civil y penal.
En años recientes, lo obvio ha empezado a permear en el mundo jurídico; ha surgido una normatividad incluyente de la que México no ha sido ajeno y que cada día adquiere mayor fuerza, venciendo a resistencias que aparecen como nostalgias morbosas, con débiles intentos por justificar a lo más injusto que puede haber: dejar de reconocer el valor de la vida, de la libertad o de la integridad física y emocional en los animales con los que compartimos la Tierra, por el solo hecho de no ser de nuestra especie, negándose a estas víctimas absolutamente inocentes, una elemental protección jurídica.
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