En 2014 el nombramiento de Manuel Valls como Primer Ministro de Francia y la elección de Anne Hidalgo como alcaldesa de París nos suministró una nueva lección desde el país que “inventaron” los derechos humanos. Ambos políticos nacieron en España, pero la democracia francesa les reconoce plenos derechos de participación política porque tienen pasaporte francés aunque hayan nacido en otro país.
En México cualquiera de esos políticos no hubiera podido ser ni siquiera director del CCH-Oriente de la UNAM y mucho menos diputado local, consejero del IFE, secretario de Estado y un largo etcétera. México trata como mexicanos de segunda y les quita varios derechos fundamentales a quienes lo son por haber obtenido la naturalización o a quienes optan por tener una segunda nacionalidad.
Jean Meyer quiso ser director del prestigioso CIDE y no pudo por haber nacido en Francia. Luis Villoro, el gran filósofo ya fallecido, hubiera sido un magnífico director de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, pero al haber nacido en Barcelona una anacrónica disposición legislativa expedida en 1947 se lo impidió. Se trata de dos grandes talentos que pudieron aportar mucho, pero se enfrentaron a la “cortina de nopal” pese a los años que vivieron en México y a lo mucho que hicieron (y siguen haciendo, en el caso de Meyer) para el crecimiento intelectual y ético de su país de adopción.

Es evidente que la xenofobia institucionalizada que refleja esta discriminación hacia los mexicanos naturalizados tiene profundas raíces históricas que se remontan a la época de la Colonia y que brotan de nuevo con fuerza en el Porfiriato, pero tal parece que no hemos avanzado nada. Todavía en pleno siglo XXI se inscribió en la Constitución la necesidad de ser mexicano por nacimiento para ser comisionado del IFETEL o del IFAI, como si para dictar buenas resoluciones en materia de transparencia o de telecomunicaciones hubiera que haber nacido en territorio nacional. Me parece una enorme miopía. La mentalidad de nuestros legisladores sigue anclada en el siglo XIX y no ha sido capaz de abrir los ojos al mundo globalizado en el que vivimos.
Obviamente, el trato discriminatorio hacia los mexicanos naturalizados viola tratados internacionales firmados por México y es contrario a lo que ha dicho la Corte Interamericana de Derechos Humanos; incluso se opone a lo que México dice en foros internacionales, cuando defiende (con razón) los derechos humanos de los mexicanos migrantes.
México ha sido a lo largo de su historia un país en extremo generoso. Ha abierto sus puertas a refugiados, migrantes centroamericanos, estadounidenses jubilados, inversionistas, etcétera. No se entiende que siga tratando como personas de segunda categoría a quienes decidieron hacer su vida en el país y a quienes el propio país en ejercicio de su soberanía decidió otorgarles la nacionalidad.

¿Cómo se justifica que estemos tan abiertos al mundo en tantos y tantos temas, pero sigamos cerrados a reconocer que todos los mexicanos deben tener los mismos derechos? ¿cómo es que seguimos considerando que un accidente como lo es el lugar de nacimiento puede determinar el tipo de trabajos que podemos desempeñar o el número de derechos fundamentales de los que somos titulares?
Aclaración pertinente: llegué a México a los 9 años de edad, procedente de España (al igual que Valls y Villoro, también nací en Barcelona). Mis padres no me preguntaron sobre el lugar en el que hubiera preferido nacer ni tampoco sobre el país al que nos íbamos a mudar ya para siempre. He crecido en México, mis hijos son mexicanos y es probable que muera aquí. Cuando llegué hace más de 40 años no podía imaginar que me esperaba un futuro como persona de segunda categoría. Y no creo merecerlo, como no lo merece nadie en el mundo.
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