La Suprema Corte de los Estados Unidos: dos lecturas

La Suprema Corte de los Estados Unidos: dos lecturas

La Suprema Corte de los Estados Unidos: dos lecturas

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Miguel Carbonell <strong><a href="https://miguelcarbonell.me/wp-admin/post.php?post=5586&action=edit#_ftn1">*</a></strong>
Miguel Carbonell *

Abogado – Profesor – Escritor – Especialista en Derecho Constitucional

La Suprema Corte de los Estados Unidos ha desempeñado, históricamente, un papel central en el funcionamiento del sistema político y jurídico de ese país. Lejos de la imagen que Alexander Hamilton describió en el número 78 de El Federalista, en donde se presentaba al poder judicial como la rama de gobierno “menos peligrosa” (“the least dangerous branch”[1] ) y mucho más alejada todavía de la idea de Montesquieu según la cual los jueces debían limitarse a ser la boca que pronunciara las palabras de la ley, la Suprema Corte de los Estados Unidos es un ejemplo quizá único en el mundo de la fuerza que puede tener un tribunal y de los cambios sociales que se pueden impulsar desde la interpretación judicial de la Constitución. 

La bibliografía existente sobre la Suprema Corte de los Estados Unidos es verdaderamente impresionante. Hay dos obras, sin embargo, que han alcanzado un relativo éxito de público y que pueden ser de interés para los lectores que quieran conocer el funcionamiento y el papel de la Corte sin tener que pasar por los cientos de tomos que examinan su desempeño desde distintos puntos de vista. Me refiero a los libros de William H. Rehnquist, The Supreme Court y de David M. O’Brien, Storm center. The Supreme Court in american politics[2]

El libro de Rehnquist es muy interesante por varias razones. En primer lugar porque todavía hoy es extraño que un juez se preocupe por escribir obras académicas o de difusión sobre su trabajo, a pesar de lo interesante que podría ser el compartir con los lectores parte de su experiencia judicial. En segundo lugar, la obra que se comenta es importante porque su autor seguramente fue una de las personas que más conoció la Suprema Corte de los Estados Unidos. Hay que recordar que Rehnquist comienza a trabajar en la Corte, como secretario proyectista (law clerk) del juez Robert H. Jackson en 1952. En 1972 Rehnquist es propuesto para ser juez de la Corte por el Presidente Nixon y en 1986 el Presidente Reagan lo propone para ser Presidente de la Corte (Chief justice), en sustitución de Warren Burger, cargo que desempeño durante casi 19 años.  

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El libro de Rehnquist intenta ser una obra de exposición simple, dirigida a un público no necesariamente especializado que quiera comprender el funcionamiento de una institución que, según el autor, lejos de ser la menos peligrosa en realidad es la “menos comprendida” dentro del sistema de gobierno de los Estados Unidos.  

La narración de Rehnquist se desarrolla a través de dos vías: en una analiza, a partir de casos concretos y de quienes han ocupado su presidencia, el desarrollo histórico de la Corte y los principales problemas que ha tenido que resolver. Por otro lado, el autor nos explica el funcionamiento interno de la Corte y algunas de las claves que sirven para tomar sus decisiones (por ejemplo, dedica un capítulo a explicar la forma en que se presentan los “argumentos orales” de los abogados ante los jueces de la Corte).  

Hay un capítulo dedicado a explicar las nominaciones que el Presidente de los Estados Unidos hace al Senado para el nombramiento de un nuevo juez de la Corte. En ese capítulo el autor transcribe varias comunicaciones que en su momento fueron privadas en las que importantes actores políticos, como por ejemplo el Presidente Roosevelt, expresaban dudas y certezas sobre algunos de los pre-candidatos. La nominación presidencial de candidatos a jueces ante el Senado por parte del Presidente siempre ha sido un asunto de interés nacional en Estados Unidos, pero en los últimos tiempos se trata de una cuestión verdaderamente central en la vida institucional del país. Esto se debe fundamentalmente a dos cuestiones: la primera es que como los jueces reciben un nombramiento vitalicio, cada Presidente de Estados Unidos tiene muy pocas oportunidades para realizar sus propuestas (algunos Presidentes no han podido realizar ninguna, debido a que durante su mandato no se produjo alguna vacante en las nueve sillas de los jueces de la Corte[3]). La segunda razón es que en las últimas décadas el equilibrio entre jueces conservadores y jueces progresistas ha sido muy precario, por lo cual un sólo nombramiento puede inclinar la balanza sobre varias de las cuestiones jurídicas que más le importan a la sociedad norteamericana (el caso del aborto es sin duda el más representativo de este dilema, pero no es el único). 

En otro capítulo Rehnquist describe la forma en que se ejerce la facultad de atracción (certiorari), que es la principal competencia de la Corte. A la Corte llegan anualmente unas 7,000 peticiones para que ejerza su facultad de atracción; solamente 100 de ellas son estimadas y el caso se resuelve finalmente por la Corte. Este es un dato interesante: la Corte de Estados Unidos dicta muy pocas sentencias en comparación con otras cortes supremas o tribunales constitucionales en el mundo.  

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No falta, en la narración de Rehnquist, espacio para las anécdotas y los reconocimientos personales. Dedica varias páginas tanto a los jueces que le precedieron en la Corte como a los colegas con los que le toco servir. En el libro se encuentran varios aspectos que demuestran de qué forma el componente personal de cada juez puede determinar el resultado del trabajo institucional. Así por ejemplo, el autor relata que uno de los jueces, en cierto momento de su desempeño, parecía un poco cansado de las tareas de la Corte, que había desempeñado por años; este juez, un mes antes de que terminara el periodo de trabajo de la Corte, sin previo aviso se iba a su casa de veraneo en las montañas de Washington y no se le podía localizar de ninguna manera, puesto que la casa no tenía teléfono. Rehnquist apunta que ese mismo juez en más de una ocasión se sumó al criterio de la mayoría para no tener que escribir un voto particular (dissenting opinion) sobre determinado asunto. 

El libro de David M. O’Brien nos ofrece una perspectiva muy distinta a la de Rehnquist sobre la Corte y su influencia en la vida política de los Estados Unidos. El título del libro está tomado de una conocida frase del legendario juez Oliver Wendell Holmes: “we are quiet here, but it is the quiet of a storm center”. Como Rehnquist, también O’Brien ofrece una narración basada tanto en el desarrollo histórico a través de casos, como en el funcionamiento interno de la Corte. La ventaja del libro de O’Brien es que, siendo el autor externo a la Corte, nos ofrece una visión más crítica e incisiva de su funcionamiento.  

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Además, O’Brien analiza con detenimiento los “efectos sociales” de algunas de las sentencias más importantes dictadas por la Corte; así por ejemplo, se detiene en el impacto social y en el debate que suscitó la sentencia del caso “Roe vs. Wade” en materia de interrupción voluntaria del embarazo. También menciona el papel de la Corte en las elecciones federales del año 2000 para Presidente de los Estados Unidos; en esa ocasión, como se sabe, por una cerrada decisión de 5-4 la Corte impidió el recuento de votos en el Estado de Florida y de esa forma le dio el triunfo electoral a George W. Bush sobre Al Gore.  

Hay muchos aspectos del libro de O’Brien que llaman la atención para un lector extranjero; así por ejemplo, son interesantes los datos que nos ofrece sobre los procesos de nombramiento de los jueces. De los jueces que ha tenido la Corte en toda su historia, destaca el alto número de abogados provenientes de la práctica profesional privada (litigantes); de hecho, los litigantes han sido la rama profesional más numerosa para el nombramiento de jueces, con excepción de los integrantes de la propia judicatura federal (en su historia la Corte ha tenido 27 jueces provenientes del interior del poder judicial federal y 25 provenientes de la práctica profesional privada). De los nombramientos destaca el escaso número de profesores de derecho (solamente 2 en toda la historia), que es un dato muy distinto al que se observa, por ejemplo, en la mayoría de los tribunales constitucionales de Europa y en algunos de América Latina, en donde la presencia de académicos es más frecuente. Esto no significa que un número mayor de jueces no realizaran actividades académicas; por el contrario, un número importante de los jueces federales y de los litigantes que llegaron a la Corte habían sido profesores de universidad en algún momento de su carrera y lo siguieron siendo durante muchos años, aunque no de tiempo completo. 

O’Brien ofrece suficiente evidencia empírica para poder concluir que los nombramientos para la Corte no obedecen solamente a cuestiones de mérito profesional, sino sobre todo a simpatías políticas: no en el sentido de afinidad partidista, sino más bien en cuanto que los Presidentes de Estados Unidos han intentado proponer a personas que fueran ideológicamente cercanas. La polémica que han desatado algunas decisiones de la Corte ha suscitado una reacción por parte del poder ejecutivo en el sentido de nombrar a personas más afines a sus propias convicciones. Un Presidente como Richard Nixon afirmó públicamente que en cuanto le fuera posible propondría como juez a alguien que pudiera echar atrás el excesivo activismo que había demostrado la Corte que encabezó Earl Warren en los años 50 y 60. 

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Otro tema interesante que aborda O’Brien es el que se refiere al papel de los secretarios proyectistas. Se trata de un asunto que en México resulta muy interesante, puesto que según algunos abogados litigantes que lo han visto de cerca, los secretarios proyectistas son los que en realidad determinan el sentido de las resoluciones de nuestra Suprema Corte, ya que al parecer los Ministros tienen escaso contacto directo con los expedientes. En los Estados Unidos también los secretarios tienen mucha influencia; por ejemplo, existe una comisión de secretarios que es la que se encarga de seleccionar, de entre las más de 7,000 peticiones que llegan al año, los casos en los que la Corte ejercerá su facultad de atracción. Esta comisión, con cuya existencia y funcionamiento no todos los jueces de la Corte han estado de acuerdo, debe revisar una cantidad impresionante de papeles. O’Brien calcula que cada año la comisión deben revisar unas 375,000 páginas de archivos y expedientes. Según el testimonio de algún juez, citado por O’Brien, en más del 90% de casos la Corte se muestra de acuerdo con el criterio de admitir o negar el ejercicio de la facultad de atracción que le presenta la comisión de secretarios. Esto significa que el poder de “fijar la agenda” en la práctica reside en los secretarios más que en los propios juzgadores.  

O’Brien ofrece numerosas evidencias estadísticas para comprender el funcionamiento de la Corte. Por ejemplo, analiza el contenido de las sentencias según el tipo de argumentos que contienen. Así por ejemplo, nos informa que bajo la presidencia de Rehnquist, los argumentos doctrinales suponen el 34% del total de la sentencias, mientras que la determinación de los hechos del caso supone un 30%, los argumentos históricos solamente un 1.5% y la transcripción textual (ya sea del expediente previo o de normas aplicables) abarca solamente el 1.7% de las sentencias. ¿Qué resultados obtendríamos en México si aplicáramos el mismo tipo de análisis a las sentencias de nuestra Suprema Corte? Es muy probable que los resultados fueran sustancialmente diferentes a los que relata O’Brien, puesto que en México las sentencias de la Corte tienden a abusar de la transcripción de las actuaciones que se encuentran en el expediente, con lo cual se genera que las resoluciones sean mucho más largas que en otros tribunales superiores.  

El autor también nos ofrece los datos del número de votos particulares que se producen en la Corte. Con esos datos nos damos cuenta que el número de votos particulares tiene que ver más con el talante personal de los jueces que con el tipo de caso a resolver; es decir, hay jueces que, con independencia del caso de que se trate, consideran como un deber externar sus opiniones cuando difieran de la mayoría (algunos jueces han llegado a sostener votos particulares incluso en el 40% de asuntos resueltos; hay jueces que han presentado más de 300 votos particulares en toda su trayectoria[4]). También en esto es probable que la práctica de la Corte de Estados Unidos difiera sensiblemente de la práctica que observamos en México. 

Son muchos más los aspectos interesantes de los libros de Rehnquist y de O’Brien que se podrían relatar. Lo mejor es recomendar su lectura a todos los que quieran saber cómo funciona el que ha sido, tradicionalmente, el tribunal constitucional más prestigioso del mundo. Sus resoluciones son comentadas y analizadas en centenares de libros y en miles de artículos. Los tribunales de otros países siguen en alguna medida sus criterios, aunque obviamente no les resulten obligatorios. Los jueces de la Corte tienen un enorme prestigio social. Son conocidos dentro y fuera de las fronteras de Estados Unidos. Algunos de ellos, como John Marshall, Oliver Wendell Holmes, Louis Brandeis, Earl Warren, Benjamin Cardozo, Hugo Black o Thurgood Marshall, son leyendas del derecho constitucional contemporáneo gracias a las eminentes sentencias que han dictado.  

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¿Cómo comprender y explicar el derecho constitucional de nuestros días sin hacer referencia a casos tan conocidos como Marbury vs. Madison, New York Times vs. Sullivan, Roe vs. Wade y tantos otros? La historia, el papel y el funcionamiento de la Suprema Corte de los Estados Unidos tiene un interés que va mucho más allá de las fronteras de ese país.  

En México por desgracia sigue prevaleciendo en muchos abogados una visión antigua, estrecha y conservadora según la cual no tenemos nada que aprender de ningún sistema jurídico de otro país ya que las respuestas a todos los problemas que se nos presentan las podemos encontrar en nuestro propio ordenamiento. La lectura de los libros de Rehnquist y O’Brien, y todavía más la lectura directa de las sentencias de Suprema Corte de los Estados Unidos, nos demuestra que ese punto de vista no es más que otro de nuestros monumentales atrasos educativos, producto de una profunda ignorancia, y que debe ser abandonado lo antes posible.  

Esto no significa, desde luego, que comencemos a importar sin más recetas de otros países para dictar nuestras sentencias o reformar nuestras instituciones, sino simplemente reconocer, con humildad y realismo, que lo que se hace en otros países es digno de nuestra atención y que, al entrar en contacto con otras culturas jurídicas, tenemos mucho que aprender y poco que perder. Para el caso de la Suprema Corte de Estados Unidos, los dos libros que se han comentado brevemente constituyen un magnífico y muy recomendable panorama general de carácter introductivo. 


[1] Esta idea de Hamilton inspiró el título del conocido libro de Alexander M. Bickel, The least dangerous branch. The Suprema Court at the bar of politics, 2a edición, Yale University Press, New Haven, 1986 (publicado originalmente en 1962). 

[2] Las referencias completas de ambos libros son las siguientes: Rehnquist, William H., The Supreme Court, edición revisada y puesta al día, Vintage Books, Nueva York, 2002, 302 pp. y O’Brien, David M., Storm center. The Supreme Court in american politics, 6a edición, Norton and company, Nueva York, 2003, 449 pp. 

[3] Tal fue el caso del Presidente Jimmy Carter, pues entre 1975 y 1981 no hubo vacantes en la Corte. En 1975 el Presidente Gerald Ford propuso al juez John Paul Stevens y en 1981 el Presidente Ronald Reagan propuso a la jueza Sandra Day O’Connor, que por cierto fue la primera mujer en llegar a tan importante cargo. 

[4] Uno de ellos, el juez Stevens, emitió desde su nombramiento en 1975 más de 500 votos particulares. Stevens ha sido en diversos momentos el líder de los jueces progresistas (o liberales, como les llaman en Estados Unidos), por lo que ha tenido que redactar a nombre de varios de sus compañeros los votos particulares en los casos en que se han impuesto los conservadores. 


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